Pasado, presente y futuro

Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado. (Friedrich Nietzsche, 1844-1900)


jueves, 5 de enero de 2012

Sentir los problemas (1)

Esta pretende ser la primera entrada de una serie.
Cuando era alumno de bachiller tenía un profesor que siempre nos decía que para resolver un problema había que sentirlo. Y lo afirmaba en el más amplio sentido de la palabra, si se podía, había que degustar, oler, tocar, ver y oír los datos.



Si hacías intervenir a los sentidos, cuantos más mejor, la información recibida era de más calidad, más completa y tu mente se sumergía mejor en el problema y tomabas una mejor conciencia del mismo lo que te permitía resolverlo de forma más eficaz.
Siendo un alumno, ver los datos de un problema, vale, cuadraba. Hacer intervenir al oído no era difícil, te leías el enunciado y ya estaba. Tocar los datos podía hasta ser posible pero los sentidos gusto y olfato siempre quedaban un poco al margen porque en la vida académica era difícil hacerlos intervenir para resolver los problemas planteados.
Con el tiempo fui consciente de que, en muchos aspectos, la vida académica va por un lado y la vida real por otro. Investigar es estar en contacto con la vida real y de ahí que, ahora en la perspectiva del tiempo, le dé la razón a mi profesor, para resolver un problema real hay que hacer intervenir al mayor número de sentidos posibles y en ocasiones los que parecen menos importantes se presentan como cruciales.
CAPÍTULO I: EL GUSTO

Se expone ahora un ejemplo que comienza el primer capítulo de la serie. Se trata de un ejemplo en el que el GUSTO fue providencial para resolver una situación real. Lo que a continuación se relata está publicado en el libro Eurekas y euforia. Cómo entender la ciencia a través de sus anécdotas de Walter Gratzer (Ed. Crítica).

LOS BUCKLAND ECHAN POR TIERRA UN MILAGRO
William Buckland (1784-1856) fue el primer ocupante de la Cátedra de Zoología en Oxford y pasó su extraordinaria excentricidad a su hijo Francis, un zoólogo autor de Curiosidades de Historia Natural y durante algunos años inspector de las pesquerías de salmón. Los Buckland hicieron un hábito de comer, con espíritu de curiosidad científica, cualquier animal que se cruzara en su camino. Francis llegó a un acuerdo con el zoológico de Londres para recibir una pieza de cualquier cosa que muriese allí. Los visitantes de la casa de los Buckland, además de sufrir las insinuaciones del burro mascota y otras criaturas que en general no se encuentran en un salón, corrían en riesgo de que se les ofrecieran manjares tales como ratón en croûte o una cabeza de marsopa en lonchas. William mantenía que el asado de topo había sido la cosa más desagradable que había comido hasta que probó los moscardones guisados. Cuando un amigo suyo, el arzobispo de York, le mostró una caja de rapé que contenía el corazón embalsamado de Luis XVI que el prelado había comprado en París en la época de la Revolución, William Buckland manifestó que nunca había comido el corazón de un rey y antes de que se lo pudieran impedir, lo había cogido y se lo había tragado.
Nada en el mundo natural era ajeno a los Buckland. Cuando un clérigo local, que también era naturalista aficionado, llevó con excitación a William Buckland un hueso fosilizado que había desenterrado, William se lo pasó a su hijo de siete años:
- ¿Qué es esto, Frankie?.
- Es una vértebra de ictiosaurio-, contestó el niño sin dudarlo.
La señora Buckland compartía el entusiasmo de la familia. Cuando su marido se despertó una noche diciendo: "Querida, creo que las pisadas del Cheirotherium son indudablemente similares a las de la tortuga”, ella le acompañó inmediatamente escaleras abajo y preparó un poco de pasta de harina en la cocina mientras William recogía una tortuga del jardín; y, de hecho, para su satisfacción, las impresiones en la pasta se mostraron casi idénticas a las huellas del fósil.
Frank Buckland recordaba un momento embarazoso cuando volvía de Inglaterra en una diligencia con un extraño. Ambos dormían. Buckland había recogido algunas babosas rojas en Alemania (no está registrado si era para su cena) y, al despertar, se alarmó al ver una procesión de estas criaturas que hacían su camino majestuoso por la calva de su compañero dormido. Antes que explicarse y disculparse, Buckland creyó prudente dejar la diligencia en la primera parada.
Durante una visita a Italia, a los siempre curiosos Buckland les mostraron una mancha en el suelo de una iglesia en el lugar donde un santo había sido martirizado. Cada mañana, les dijeron, la sangre fresca se renovaba milagrosamente. Inmediatamente William se arrodilló en el suelo y aplicó su lengua a la mancha húmeda. No es sangre, informó a sus anfitriones. Él sabía exactamente lo que era: nada más que orina de murciélago.

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